jueves, 13 de marzo de 2014

"Esencia Española" o la lucha entre el arte y un taladro



En este país el teatro está siendo ignorado, arrinconado y, en última instancia, asesinado. 



¿Cuál es la verdadera esencia española?

¿el arte?

¿el flamenco?

¿o las reformas, las obras y las chapuzas? 


El arte capta, por unos instantes, la atención de el Espectador, que hasta ahora sólo se había interesado por el ruido ensordecedor de un talado.

Un españolito medio - el Espectador (Mercè Espelleta) - pasea por la calle mientras come pipas, atraído por el ruido estruendoso de un taladro, como un ratoncito por la flauta de Hamelín. Próximo al taladro, una bailaora ("La Canastera") pide limosna, pero el espectador no le presta la menor atención, sino que se sitúa frente al taladro y empieza a disfrutar del espectáculo, jaleándolo. Ante tal estampa, la bailaora intenta tomar contacto con el Espectador y que éste presente atención a su baile. El espectador, sin embargo, se molesta sobremanera con la intromisión de la bailaora, quien se decide a luchar hasta el final contra el taladro para que su arte sea tomado en cuenta.



Un españolito medio observa al ángel del arte en "Esencia Española".



"Esencia Española" forma parte del espectáculo TRANSFORMERS XXI que se representará el próximo jueves 20 de marzo a las 20h en el Centro Cívico de Les Corts, c/ Dolors Masferrer i Bosch, 33-35. Metro Les Corts. Entrada gratuita. 



Mercè Espelleta (el Espectador).



La Canastera

miércoles, 5 de marzo de 2014

Prólogo del ensayo "Lou Reed: El juego de las Máscaras" de Marcos Gendre

    



Berlin: El artista frente a la crítica

Hoy, y este hoy, dura ya más de medio siglo, en el que los valores se arrastran por el suelo, pidiendo una limosna como los mendigos que un día fueron clase media y empiezan ya a abarrotar las calles, quién, me pregunto, quién dictamina qué es arte y qué  no.

El tiempo es, sin lugar a dudas, el único juez fiable para esta cuestión. Pero la verdad y el reconocimiento que trae consigo el tiempo, llega a veces con retraso.

Como si no fuera difícil crear una obra de arte, ese objeto extraño que crece en las entrañas y te hace perder la cabeza y que te conduce llevar a la tumba o, si hay suerte y llegan a tiempo, a urgencias, mientras se escabulle como una oscura anguila, aquellos afortunados que pueden, con sus propias manos, sacarse del coño a su retoño y entregárselo al mundo, tienen, encima, que enfrentarse a la crítica.

La crítica, ese rey absolutista, que te puede encumbrar en cuestión de segundos, como puede pisotearte en el suelo como un skinhead. Y más aún, que se cree con potestad de exigir lo que el artista tiene que hacer en la siguiente vez.

El caso del Berlin de Lou Reed es ejemplar. Cómo una obra maestra de tal calibre fue menospreciada, vapuleada y ninguneada, hasta el punto de que no se hiciera gira del disco en su momento, y que hubiese que esperar, nada más y nada menos, treintaitrés años para poder disfrutarlo en directo. Algo así debería ser suficiente para que a la crítica se le hubiera caído la cara de vergüenza de una vez por todas, y empezara a andar con pies de plomo y algo de respeto en sus bolsillos.

Ya es tiempo, porque no hay tiempo, de que la crítica mute, que se humanice, que no sea el enemigo del arte, sino su amigo, como se hace patente en la labor de Marcos Gendre. Ya es tiempo de que a la crítica le salgan antenas, se le afinen los sentidos y se lime su piel para que lo extraordinario, lo avanzado a su tiempo le entre por los oídos, por los ojos, por la boca, porque el conocimiento no es nada, sin intuición.

                                                                                
                                                                                                                 Por Carmen Lloret


Aquí encontraréis el libro enterito: 

http://quarentena.xopie.com/es/product/lou-reed-el-juego-de-las-mascaras-transformer-berlin-y-rock--roll-animal

martes, 9 de julio de 2013

La (s)elección del ser


El documental Homo Technologicus (Un homme presque parfait, Francia, 2011) de Cecile Denjean se adentra en un futuro próximo, el de las prótesis biónicas, los transhumanos o cyborgs (humanos-máquinas), la eugenesia mercantil, en el que la ciencia y la tecnología intentan arrebatar el poder soberano de la naturaleza sobre la vida, la creación, la evolución y la muerte.           

Dejando a un lado las grandes cuestiones filosóficas que el implacable avance de la ciencia y su puesta en escena implican, me gustaría fijar la atención en una problemática concreta que se trata en el documental: La de los seres humanos pre-diseñados por los progenitores.  

Uno de los campos que aborda el filme es la selección genética preimplantacional, más conocida como “bebés a la carta”. El hecho que podamos determinar el sexo, el color de ojos o el la piel de nuestro futuro hijo, o quién sabe, si su inteligencia, su predisposición a ciertas disciplinas o habilidades, ¿no supone un poder sobredimensionado de los padres – o su extensión, la sociedad – sobre los hijos? Aquellas imposiciones que los padres decreta(ba)n a los hijos sobre su futuro, como “Hijo, vas a estudiar derecho”, “Hijo, tienes que entrenar”, o “Hija, tienes que cuidar tu aspecto”, se nos aparecen como meras bagatelas en comparación con el poder total frente a la creación. Puesto que en este caso el poder se ejerce sobre el mismo ser del hijo no nato.

Como una creación del mismísimo doctor Frankenstein, los niños del futuro nacerán ya modelados, pre-diseñados, perfeccionados, salidos de un catálogo pre-mamá. “Quiero el paquete número 3: Niño alto, rubio, de aspecto atlético y bueno en matemáticas”, o “Déme el número 6: Niño con carácter y sangre fría. Triunfador. Modelo banquero sin escrúpulos.”

Estos niños pre-concebidos que están por nacer carecerán no de humanidad, sino
de naturaleza, en el sentido que su creación estará exenta en gran parte de azar. Niños creados a pedazos según los caprichos de sus padres. Incapaces de ser por sí mismos, porque su ser habrá sido elegido previamente.


A los futuros padres con semejantes intenciones: ¿Por qué no se compran ustedes un muñeco y le dan cuerda?


miércoles, 26 de junio de 2013

Una frágil libertad*


Desde que el aterrado filósofo Soren Kierkegaard, padre del Existencialismo, proclamara la libertad del individuo como fundamento de su filosofía y, al hacerlo, concediese a la humanidad la quimera que durante tanto tiempo, milenios, me atrevería a decir, había anhelado, no se ha hecho otra cosa que intentar coartar tan precioso regalo. 

Por ejemplo, durante aquellos días difíciles de la Segunda República aquí, en España, cuando el alzamiento o hundimiento, según cómo se mire. Una frágil libertad intentaba abrirse camino por estas tierras tan reacias a las izquierdas en política, quién sabe si por ignorancia o por el perenne caciquismo. Y, de hecho, casi lo consigue. Lo habría logrado, si se hubiera tratado de un combate cuerpo a cuerpo. Con puños y uñas. Libertarias (1996) del director catalán Vicente Aranda se adentra en esta etapa crucial de la historia española y nos habla de esa búsqueda desesperada de la libertad, encarnada en las mujeres anarquistas, quienes comprendieron que o participaban en la revolución o sus derechos serían olvidados. Así pues, exigieron una revolución propia, porque sabían que de no ser así, las cosas seguirían como siempre. Tal y como asevera Pilar (Ana Belén) en una asamblea al comienzo del filme:

“No entendemos por qué la revolución tiene que correr a cargo de la mitad de la población solamente. Somos anarquistas, somos libertarias, pero también somos mujeres y queremos hacer nuestra revolución. No queremos que nos la hagan ellos. [...] Queremos poder pegar tiros para poder exigir nuestra parte a la hora del reparto.”


Teniendo en cuenta el contexto del filme, Vicente Aranda construye algo sumamente difícil: una comedia, amarga, pero comedia al fin y al cabo. Una película coral que consigue un fiel retrato de la atmósfera anarquista del momento con personajes tan variopintos como la monja María (Ariadna Gil), que debe abandonar su convento al estallar la insurrección, uniéndose por esas casualidades de la vida al grupo de mujeres anarquistas, y que pasa de repetir cual papagayo los versículos de la Biblia a hacer otro tanto con las palabras de Kropotkin; Floren (Victoria Abril), anarquista, espiritista y coja, era tejedora hasta que puso una librería en Barcelona; Charo (Loles León) la prostituta que cuelga los hábitos y se enfunda el fusil por y para la revolución; el excura (Miguel Bosé), personaje verídico e íntimo de Durruti, quien se aleja de la revolución, no se sabe si por firme convencimiento o por necesidad.

Incluso el reloj, símbolo del alma libertaria del obrero (José Sancho), que sigue andando aún después que éste haya muerto en batalla. Es esta tela de araña de personajes tan diversos, en ocasiones incluso esperpénticos, la que otorga, irónicamente, veracidad al filme. Pura anarquía. Cada individuo es único y libre y, a pesar de ello, todos y cada uno se funden en un mismo propósito: la Revolución y la Libertad, esa idea tan estrechamente unida al anarquismo. Para las mujeres anarquistas del filme Revolución y Libertad implicaban también una justicia social. Los tres términos eran, de hecho, indisolubles entre sí.


Al tratarse de una película que aborda las primeras semanas del conflicto, los personajes aparecen llenos de fuerza e ilusiones. Las milicianas tienen fe ciega en la victoria final. Sin embargo, la utopía empieza a alejarse de ellas poco después de estallar la revolución. Se prohíbe a las mujeres la participación en el campo de batalla y se las relega a la retaguardia. El final fatídico y atroz del filme representa asimismo el fin de toda esperanza libertaria para las mujeres. El comienzo de la derrota, en el que las ilusiones y las esperanzas de un mundo más libre y más justo no sólo se vieron truncadas durante los casi cuarenta años de dictadura franco-fascista, sino que fueron borradas del mapa, paulatinamente, después de ésta.

La clase trabajadora se metamorfoseó en alma, creyéndose burguesía. Totalmente endeudada, pero con todo tipo de lujos y comodidades. Y perdió de este modo todo vestigio de conciencia social. El orgullo de pertenecer al proletariado se había disipado hasta tal punto, que ni siquiera aparecía en los libros de historia. Maite (Eva Isanta) y Amador (Pablo Chiapella), los “Cuquis” de la ya mítica serie de televisión La que se avecina, vivían felices en una de esas urbanizaciones de alto standing, hoy en día tan características del paisaje español como los toros de Osborne. Muy lejos les quedaba aquella España dispuesta a luchar con la propia vida por la libertad y la dignidad humana. Los “Cuquis” tenían todo lo que podían soñar, eso sí, previo contrato hipotecario, microcrédito o bien pidiéndole el dinero a algún amigo. Qué más daba, si podían decir a los vecinos “nosotros podemos [permitírnoslo].” Amador y Maite, paradigma del quiero y no puedo tan típicamente español, desoyeron las advertencias que les espetaba a grito pelado la vecina de enfrente: “¡Muertos de hambre, acabaréis bajo un puente!” Y así fue. En el décimo episodio de la sexta temporada de la serie este par de españolitos acaban con su bajo con jardín subastado por el banco, con una deuda pendiente y con una mano delante y otra detrás. Más pobres que el proletariado de comienzos del siglo XX, que aunque no tenía nada, tampoco debía nada. 




* Artículo publicado en la revista de cine Versión Original 

lunes, 4 de marzo de 2013

Margo al desnudo*




Una fiesta es sinónimo de celebración por algún motivo concreto o tradición. El jolgorio de las fiestas del pueblo, aquellos días en los que el desenfreno aborda los villorrios y a sus paisanos. Las fiestas de inauguración, donde entre cócteles, champagne y emoción, se espera que un nuevo proyecto llegue a buen puerto. La alegría de los cumpleaños, en los que sin ser consciente de ello se celebra estar vivo un día más. El fin de año, que despide al que acaba y le da la bienvenida al que viene, a lo grande: cubatas de garrafón, cotillones de los chinos y, si no tenemos cuidado, las uvas de la UVI. Pero la fiesta que nos ocupa empezará con turbulencias y acabará como el rosario de la aurora.
La fiesta en honor a Bill Sampson (Gary Merrill) en Eva al desnudo (All about Eve, 1950) de Joseph L. Mankiewicz – a quien no sólo le debemos la  dirección, sino también el guión -, es, sin duda, una de las más memorables de la historia del cine. Tal y como dice Margo Channing (Bette Davis), anfitriona víctima y verdugo de la fiesta, justo antes de que ésta empiece: “abróchense los cinturones, esta noche vamos a tener tormenta.”
En efecto, hubo tormenta y no pudo ser de otro modo. Una fiesta repleta de sospechas, intrigas, miedo y alcohol, que lo desencadenará todo: emociones, inseguridades, que revelará verdades inconfesables y frustraciones tan incontrolables como patentes. “La fiesta de cumpleaños y de bienvenida de Bill, una noche que pudo pasar a la historia. Antes de que empezara la fiesta ya olía yo la tormenta en el aire. Lo sabía, lo presentía, mientras acababa de vestirme para aquella condenada fiesta”, recuerda Margo.
Una fiesta que fue posible en el cine – entre otras cosas, por supuesto - gracias al momento en que fue concebida, ya que tal y como afirmó el propio Mankiewicz en una entrevista en 1987: “Creo que hoy Eva al desnudo no se podría financiar. [...] A muchos productores les he preguntado si hoy financiarían aquellas películas, y me han contestado que no.”[1] Una fiesta tan brillante, como su guión, uno de los mejores de la historia del cine, que Bette Davis definiría como “la obra de un genio[2]. Algo digno de mención, ya que la actriz solía hacer anotaciones en los guiones e incluso rescribirlos. De All About Eve no tocó ni una coma.

Margo bebiendo

La fiesta da comienzo en la intimidad de la habitación de Margo. Ella se abrocha una pulsera de diamantes frente al espejo. Su vestido también está desabrochado y nos muestra su espalda desnuda, indicio que revela sutilmente lo que va a acontecer, porque será Margo y no Eva, la que quedará al desnudo.
La fiel ayudante de Margo, Birdie Coonan (Thelma Ritter), le sube la cremallera de su vestido y conversa jocosamente con ella, mientras Margo bebe su primer Martini. La alegría dudará poco: Bill ha llegado a casa hace cosa de media hora y, en lugar de ir al encuentro de Margo, se ha quedado en el salón con Eva, hablando. Las sospechas sobre la taimada Eva se confirman. Margo baja las escaleras como una chiquilla, veloz e insegura, muerta de curiosidad por saber o ver lo que acontece en el salón. En los últimos escalones, sin embargo, aminora su marcha y cambia la expresión de su rostro en afabilidad. Se dirige hacia Bill y Eva, quedando ésta entre los dos enamorados. Mankiewicz nos muestra este cuadro con un plano americano extremadamente teatral – los tres personajes de perfil, Bill a la izquierda, ligeramente más cercano a la cámara, y las dos mujeres en el mismo plano, frente a frente -. Margo no podrá evitar el torrente de emociones y miedos que le provoca la imagen de Eva hablando con Bill. La joven Eva y el joven Bill – la fiesta de cumpleaños sirve para enfatizar la diferencia de edad, que tanto teme la actriz - frente a una Margo que ha entrado en la madurez. Sus dotes de interpretación nada podrán, porque Margo es incapaz de actuar en su vida privada, de esconder sus sentimientos. Vulnerable, se deja arrastrar por el alcohol, que la acompañará al principio de la fiesta como un fiel amigo para traicionarla después como hará Eva.
Margo bebe un Martini detrás de otro. Las primeras copas le sientan bien y, a pesar de que sus amigos más cercanos sospechan que algo se está cociendo. El dramaturgo Lloyd Richards (Hugh Marlowe) indica que la atmósfera es “muy macbethiana” y su mujer, Karen (Celeste Holm), íntima amiga de Margo, le pregunta: “¿qué ha pasado o qué va a pasar? Te conocemos, te hemos visto así otras veces: ¿Ha terminado o acaba de empezar?” Margo responde siempre de forma ingeniosa. No obstante, el alcohol acaba minando la confianza y firmeza de la actriz. No tardamos en encontrarla sentada al piano junto al pianista. Margo agarra su copa de Martini y la mira fijamente, como si en el fondo de ésta se encontrara su única esperanza. El pianista toca una y otra vez, a instancias de una Margo completamente vencida, la misma melodía, “Sueño de amor”, aquella que suena días más tarde en la radio del coche y que Margo condena con un “detesto el sentimentalismo.” Birdie, su ayudante, se acerca a ella con expresión de preocupación y le ofrece una taza, que sobrentendemos contiene café y que Margo rechaza, metiendo en ésta la aceituna de su Martini.  
Del piano nos lleva Mankiewicz a la cocina, donde la actriz le pregunta a Richards por la edad de la heroína de su nueva obra, papel que ella debe representar. Otra veinteañera. Pero Margo ya no es una veinteañera, ni siquiera una treintañera, sino que ha cumplido los cuarenta. “Es hora de que empiece a ser importante [la edad]. Es una confesión que jamás pensaba hacer. Ahora me siento como si estuviera desnuda de repente”, confiesa una Margo cada vez más débil y borracha.
Pero lo peor está aún por llegar. Margo se encara a Eva frente a los demás invitados, que se ponen de lado de una Eva indefensa, inocente y sumamente servil, defendiéndola y recriminando la actitud de diva de Margo, que tras reconocer su derrota, hace mutis por el foro, escaleras arriba. Bill la sigue. El incisivo crítico teatral Addison De Witt (George Sanders), que no había sido invitado a la fiesta por ser persona non grata, concluye: “Lástima, nos vamos a perder el tercer acto. Se representa fuera del escenario.” Con Margo y Bill en su habitación, termina la fiesta. No acabarán, al menos de momento, las sospechas, las inseguridades y las intrigas. 


*Artículo publicad en la revista de cine Versión Original


[1] Riambau, Esteve: Mankiewicz en Venecia, en Nosferatu, Revista de Cine 38, Noviembre 2001, página 128
[2] Según Rob Moseley, biógrafo de Bette Davis en Farinola, Michele y Freedman, Mimi: Inicios: Eva al desnudo (Backstory All About Eve, 2000)