viernes, 24 de agosto de 2012

Diario apócrifo de Ana Frank* por Juan Soto Viñolo y Carmen Lloret


23 de marzo de 1945


Esta mañana he conseguido reunir fuerzas suficientes para levantarme de la cama. He dejado a Margot tendida en la cama, su rostro dibujaba una sonrisa en los labios. Parecía feliz, pero en realidad tan sólo era el producto del delirio. Al salir del barracón la luz me ha quemado mis débiles ojos. Pero me he sentido reconfortada por la tenue brisa. Sin embargo, pronto un escalofrío me ha recorrido el cuerpo. Es marzo. Y aquí, en Bergen-Belsen, el invierno parece que no se acaba. Me he dirigido rápidamente hacia la alambrada del campo de los libres, con la esperanza de que alguien me lanzara un paquete de comida para mí y mi hermana. La gente del campo de los libres es buena y a veces nos dan algo para comer a nosotros, restándoselo a ellos. He estado esperando unos veinte minutos frente a la alambrada. Helada de frío. Y entonces ha llegado Rachel, que me ha entregado un paquete con un mendrugo de pan y un par de zanahorias medio podridas, lo que se puede considerar un manjar, en comparación con lo que hemos estado comiendo (o, más bien,  repelando) las últimas semanas. Me he ido corriendo de nuevo al barracón. Y al abrir el paquete me he percatado de que los alimentos estaban envueltos en papel y que dentro, junto a la comida, había un pequeño lápiz y una nota que decía: “Ana, escribe”. Al parecer, Maria se había quedado fascinada con las historias que le había contado y se las arregló para hacerme este maravilloso regalo. Me he emocionado tanto que he roto a llorar, recordando los días felices en que escribía mi diario en la casa de atrás. Cuando el hastío de la rutina y el silencio no me permitían valorar la vida. Margot se ha dado cuenta y ha bajado de la cama como ha podido, balanceándose. Se lo he contado todo y ha sonreído. No sé hasta qué punto ha comprendido mis palabras. Le he dado algo de comer y después la he ayudado a subir de nuevo a la cama. Me he acurrucado en un rincón y he empezado a escribir.


27 de marzo de 1945

Mucho ha transcurrido desde aquel luminoso día de agosto en que el sueño se desvaneció. La incertidumbre dio paso a la certeza. Kluger abrió la puerta, subió las escaleras y dijo con voz queda: “La Gestapo está aquí”. Ahora éramos verdaderos prisioneros Pensé que se me venía el mundo encima y, en cierto sentido, era verdad. Nos dejaron apenas una hora para recoger nuestras pertenencias y luego nos llevaron al cuartel general de la Gestapo en Euterperstraat, donde nos interrogaron. Después tuvimos ocasión de despedirnos de Kluger y Kleiman. No miento al decir que los Frank estábamos consternados por lo que les podía suceder a nuestros amigos, que durante más de dos años habían cuidado de nosotros arriesgando su vida. Que estaban allí, arrestados, por nosotros. Tres días después nos trasladaron al campo de Westerbork. El viaje fue apacible. Nos dieron algo de comida y agua. Estábamos juntos y eso era lo importante. Me dio la sensación de que íbamos de excursión. Durante el viaje me entretuve mirando el paisaje. Llegamos a Westerbork al día siguiente. En seguida nos identificaron, nos dieron monos azules con parches rojos en los hombros y unos zuecos de madera. La vida en el campo era algo dura. Nosotros, los judíos convictos (así era como nos llamaban por habernos ocultado de los nazis durante la guerra, qué ironía) debíamos realizar trabajos más duros que los demás y nos entregaban menos comida.  Pero a pesar de todo, la esperanza de la liberación nos hacía fuertes.  Mi padre me acompañaba siempre que le era posible, reconfortándome con sus palabras. Sin embargo, no pasó mucho tiempo, cuando nos incluyeron en la lista de los presos que debían ser trasladados al este. Ninguno conocíamos con certeza el destino final. No obstante corrían rumores. Auschwitz
Cientos de personas subimos a ese tren. Cada uno iba cargado con una mochila con las pocas pertenencias que poseía y una manta. En el vagón reinaba la oscuridad y un hedor insoportable me recorría las fosas nasales. Hacía mucho frío. Me abracé a mi padre. Sonó el silbato. La gente se quedó en silencio. El tren se puso en marcha y empezaron los sollozos, que se prolongaron hasta la llegada al campo de exterminio. Finalmente, tras tres días de viaje el tren se detuvo. Se abrió la puerta y  escuchamos cómo los soldados golpeaban los vagones con las culatas de los rifles gritando: “¡Juden, raus, schnell!”. Esa fue la última vez que vi a mi padre. Ahora sé que está muerto.


1 de abril de 1945

Margot está cada día peor. Tiene tifus, igual que yo. Los piojos se nos comen vivas. Rachel, mi amiga, me advirtió que no nos trasladáramos al barracón de los enfermos. Pero aquí, a veces, se está caliente y tranquilo. Los lamentos de la gente se desvanecen y hay momentos en que olvidamos dónde estamos. Y nos dormimos con la esperanza que al despertar la pesadilla se haya esfumado.

                       
7 de abril de 1945

 En Auschwitz nos separaron de nuevo. Mi madre no logró estar entre los seleccionados para el traslado a Bergen-Belsen. Sólo Margot y yo. Ya estará muerta. Vi cómo metían a la gente en los barracones, oí los gritos de auxilio que duraron varios minutos y vi cómo los sacaba después y los llevaban a los crematorios. No puedo pensar ni por un segundo que es eso, lo que le ha sucedido a mi querida madre. Desde que nos encontraron hemos sufrido miles de humillaciones. Vi a Mengele y sentí un pánico indescriptible. Corren historias de lo que le hace a la gente. Para él sólo somos mercancía. Cuando salgo del barracón ya no distingo a seres humanos, son como fantasmas sin voluntad. Es una suerte que aquí no hayan espejos, de ser así la gente se suicidaría. Aquí todos estamos enfermos. Y tenemos que convivir con los muertos, que yacen apilados unos encima de los otros. Dándonos su cruel testimonio. Quién sabe cuánto tardaremos en estar entre ellos.


 * Publicado en Jano, revista de medicina y humanidades