Para la mayoría una boda es motivo de alegría y celebración. Es el momento más feliz en la vida de una pareja. Representa la constatación del amor. Dos almas se han encontrado y deciden pasar el resto de su vida juntos. Hasta que la muerte - o el divorcio - los separe. Una boda es la ceremonia que representa la explosión de amor y pasión que los dos tortolitos sienten en su pecho y sus entrepiernas. ¡Que el mundo entero lo sepa. Nos queremos, nos adoramos y no nos importa lo más mínimo encadenarnos! Qué bonito.
Para unos pocos, como Luis García Berlanga, una boda puede significar algo muy distinto. Puede formar parte de una encerrona y convertirse así en el obstáculo que impedirá que nuestros proyectos se materialicen (El verdugo, 1963). Puede tratarse de la situación más dramática de nuestra vida, la muerte del ser querido (¡Vivan los novios!, 1971), o puede tener lugar en el momento más lúgubre de la vida de un ser humano: su muerte. Y por si esto no fuera poco, la boda puede llevarse a cabo en contra de nuestra voluntad (Plácido, 1961).
José Luis (Nino Manfredi) recibe la noticia que desencadenará la celebración de su casamiento en el garaje de su lugar de trabajo, las pompas fúnebres. Se está preparando un entierro de categoría con orquesta incluida, cuando aparece Carmen (Emma Penella), su novia. La música festiva y sincopada de la orquesta contrasta con la angustia de ambos. Carmen está embarazada. Pero José Luis quiere irse a Alemania a aprender el oficio de mecánico y se encuentra vacilante entre sus planes hacia un futuro mejor y el deber moral de enmendar lo cometido. Y José Luis, como es una buena persona y un poco flojo, se decide a pedir en matrimonio a Carmen. Al no disponer de anillo de pedida, coge una flor de una enorme corona funeraria, se la entrega y la abraza.
Tras esta escena, Berlanga nos traslada a una boda por todo lo alto. En la iglesia, decenas de invitados, innumerables adornos florales y candelabros, incluso una alfombra que ha conducido a los novios al altar, mientras los arropaba la música celestial del órgano. Sin embargo, no se trata de la boda de José Luis y Carmen. A ellos les toca después. Y será una boda más modesta, muy parecida a la del director del filme:
“La boda no hace falta contarla, porque está reproducida en una película mía que se llama El verdugo. En ella está representado exactamente todo lo que pasó. Yo pedí al párroco la boda más pobre, y delante de nosotros se había celebrado una boda de esas “de campanillas”. Según íbamos entrando en la iglesia nos iban retirando la alfombra, quitando los adornos, dejó de tocar la música, iban apagando las velas desaparecía la guirnalda que había delante del altar. Bueno, en la película esa guirnalda la quitan también, pero en mi boda se mantuvo porque mi hermano Fidel, que fue el único que vino a la boda además de mi madre, le pegó un manotazo al sacristán aquel y le gritó “¡Estese quieto, coño”! Por lo menos quedó la guirnalda en el altar”[1].
La boda de José Luis y Carmen está falta de sentimiento, porque es un puro trámite burocrático. Una manera de salvar la situación, debido al estado de buena esperanza en el que se halla Carmen y que se hace evidente en el antojo de helado que tiene ella después de la ceremonia. No obstante, la boda supondrá para José Luis un insospechado giro sin retorno en su vida. Será el primer paso que lo llevará a convertirse en verdugo.
En el cine de Berlanga no hay días de vino y rosas. Y lo que debería ser el día más dichoso, puede llegar a transformarse en un episodio kafkiano[2].
Plácido es una comedia coral, que retrata de forma fidedigna la lucha de clases en la España franquista, es decir, la resignación de una y el beneficio de la otra. Porque en España, durante muchos años, incluso antes de que el caudillo la hiciera suya, hubo tan sólo dos clases: la de los ricos y la de los pobres. Desde entonces los ricos se empeñaron, entre otras cosas, en hacer pasar por el aro de la moral divina a los desheredados. Y ahí es donde aparece la boda coaccionada más espeluznante de la historia del cine.
Pero primero pongámonos en situación. En una ciudad de provincias, un grupo de señoras acomodadas, entradas en años y arropadas con trajes oscuros de simulado luto, organizan una campaña navideña de caridad a la que llaman “Cene con un pobre”. Para darle más bombo al asunto vienen como invitadas unas artistas de cine de Madrid. La campaña se basa en que las familias pudientes deben acoger en Nochebuena a un pobre y obsequiarle con una cena de Navidad como Dios manda. Que todo es una farsa, lo observamos desde el principio. Se ha organizado una cabalgata, donde las artistas y los pobres desfilan juntos aparentando la cena que les espera más tarde. Sin embargo, ni hay pavo ni champagne. Quintanilla (José Luis López Vázquez), contratado para el evento, quita paja al asunto exclamando: “A simular, a fingir.”
Durante la cena uno de los pobres (Antonio Gandía) enferma. Al enterarse de que el enjuto y carniseco indigente vive en concubinato, la familia que lo acoge y los organizadores del evento se empeñan en casarlo. Hacen traer a un cura y a su compañera sentimental (Julia Caba Alba) que, ilusionada como una quinceañera, acepta la mantilla que le colocan sobre su blanco cabello y las flores entre sus manos. La mujer, quien probablemente había sido educada con cuentos de hadas y príncipes azules, se siente dichosa ante la boda. Por fin, va a casarse con el hombre al que quiere. Una vez está todo dispuesto, el padre le pregunta si quiere desposarse con su compañero. Ella asiente. El cura pregunta entonces al pobre quien, moribundo y sin fuerzas para hablar, niega con la cabeza. Los allí presentes, escandalizados, no comprenden la situación. Alguien exclama: “¡está loco!” y otro: “este hombre es un contumaz”. El pobre, que tiene muy claro que no quiere casarse, sigue negándose frente a la insistencia del cura y los demás. Pese a la agonía, está lo suficientemente lúcido para insistir en que no quiere casarse.
Sin embargo, la clase pudiente no puede de ningún modo aceptar esa vida de pecado y, auxiliada por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, no da su brazo a torcer hasta salirse con la suya. Una de las organizadoras de la campaña agarra la cabeza del pobre por detrás y le hace asentir. El padre da su bendición y consiguen casarlo contra su voluntad o lo que queda de ella. Todos se regocijan y felicitan a la novia, sin reparar en el pobre, que muere instantes después no sin antes darse cuenta de lo sucedido.
Las bodas se presentan en el cine berlanguiano como un elemento opresor, que arranca a dentelladas la libertad de los hombres, mientras que para las mujeres supone un final feliz, hasta que su marido queda trastornado, se convierte en un asesino o se va al otro barrio.
[1] Gómez Rufo, Antonio: Berlanga. Contra el poder y la gloria, Ediciones Grupo Zeta, Barcelona 1997, página 141-142.
[2] “Lo de la boda del moribundo, hasta el transporte del cadáver, son cosas que creo están muy encajadas en la película que son naturales en ella. La escena de la boda “in artículo mortis” es un viejo hecho sucedido en mi familia y que me impresionó mucho cuando yo era pequeño. Siempre quise llevarlo a alguna película, y nunca lo había podido encajar hasta Plácido, pero ni siquiera aquí lo he podido contar como debía, como fue en la realidad, mucho más tragicómico y con mayor hondura que en la película.” En Ibidem, página 305.
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